“Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos,
Que Dios ayuda a los malos
Cuando son más que los buenos”
Coplilla anónima
Una historia sobre la maldad disfrazada de heroismo.
Cuando Manuel Vallina salió de su casa en Tremañes aquel 3 de febrero del 1.954 a las 5 de la madrugada, el frio húmedo del invierno asturiano calaba los huesos. Recién cumplida la mili, Manolo con sus 20 años apenas estrenados había decidido marchar a “hacer las Américas”. En La Coruña, donde hizo el servicio militar, oyó de sus compañeros que, de ese puerto y de El Musel en Gijón, salían barcos hacia Veracruz, México, que solían llevar emigrantes “por cinco rubias”. Desde el momento en que alguno de sus compañeros se lo dijo, él vio en retrospectiva su vida y pensó que nada tenía para perder. Primero se increpó a sí mismo porque, viviendo tan cerca del puerto de El Musel, no haberse enterado nunca de su posibilidad de marcharse era poco menos que ñoñez. Luego pensó en qué harían su madre Sagrario y su hermana menor Begoña sin él. Muy pronto se tranquilizó al rememorar que, viéndolo bien, no era mucho lo que les aportaba aparte de compañía. No fue fácil convencer a la madre pero, finalmente lo logró contándole que muchos de los hermanos mayores de sus compañeros de cuartel ya estaban en México y que, algunos de ellos ya habían podido llevar a sus padres y hasta a sus hermanos porque en ese país había una inmensa colonia de españoles, especialmente asturianos, muchos de los cuales habían logrado iniciar empresas exitosas que ofrecían oportunidades de trabajo para los paisanos.
Irse de casa no significaba una merma en las ayudas porque era la madre quien mantenía el hogar con el fruto de su trabajo como asistenta externa en un par de casas del barrio La Arena. Begoña estudiaba aun en el instituto y él, conseguía algunas veces cangrejos en el rio Piles y alguna que otra carpa para variar la dieta de alubias o garbanzos pero, ese aporte no se echaría demasiado en falta.
Desde que su padre dejó de trabajar y luego de que murió, la situación había sido siempre de dificultades. El padre, al morir no había podido dejar nada. Cuando surgió, siendo él aun muy joven, la complicación de la silicosis adquirida en su trabajo como picador en la mina de La Camocha, los hospitales del estado prácticamente le negaron toda atención condenándolo a una casi total invalidez y a una muerte prematura sin una pensión para su mujer ni sus huérfanos. Por esos tiempos, haber sido rojo era un sambenito que condenaba a esas y aun peores consecuencias.
Sagrario sacó de debajo de su cama la vieja espuerta de cuero atada con correas que guardaba para los supuestos viajes que nunca llegaron. La noche anterior a la partida de Manolo, puso en su interior las tres mudas de ropa, un par de botas recias que habían sido del padre y la cerró poniéndola junto a la puerta. A la hora de partir Manolo, ella, aguantando las lágrimas y sin un rictus de pena en ese noble rostro que a fuerza de pastorear dolores se había tornado de piedra, lo besó en la frente, en ambas mejillas, lo abrazó contra su pecho, le dio mil bendiciones y le aseguró que esperaría confiada sus noticias para viajar con Begoña a continuar sus nuevas vidas en esas tierras de Dios. Lo vio desde la puerta despedirse con el brazo levantado y luego, apretando los dientes y como si todo continuase igual inició los oficios de su casa para dejarla digna antes de salir también caminando hacia La Arena a trabajar como todos los días.
La dichosa espuerta pesaba más de lo que contenía y Manolo tenía que parar cada dos calles para recuperar aliento. Llegar hasta El Musel caminando llevaba tiempo y con semejante peso a cuestas se prolongaría aun más. Por suerte había decidido salir con suficiente anticipación para no llegar a tener dificultades. Tenía todos los documentos en regla y esperaba poder abordar sin contratiempos. Sin embargo, nunca sobraban las precauciones por lo que, aunque el barco zarparía a las 12 del medio día, él quería estar mucho antes de la hora.
Al llegar a Veracruz, aunque aún faltaba mucho para que empezase a despuntar la primavera, se asombró del calor que se sentía. Solo pasado un tiempo llegó a razonar que se encontraba en el trópico y que la temperatura sería casi siempre la misma en todas las épocas del año. Ayudado por algunos compañeros de viaje tomó un autobús hacia Ciudad de México donde al llegar volvió a sorprenderse por el frio que se sentía en este monstruo de ciudad.
Ciudad de México era grande, muy grande. La ciudad más grande que vio antes fue Bilbao, a donde lo llevaron siendo soldado a recibir entrenamiento como tanquista, pero esta era lo menos diez veces mayor. Y además de grande era una ciudad extraña, con unos inmensos barrios de chabolas donde la pobreza había borrado la dignidad, un centro también gigantesco en el que se veía, junto con el afán por parecer francés a veces y otras americano, un cierto esfuerzo por conseguir una identidad propia que no se lograba. Junto con esa extraña manera de irse formando, se veían también los increíbles barrios de los ricos mexicanos con sus entradas palaciegas, con caminos bordeados de palmeras, con garitas para vigilantes, con aparcaderos para varios coches y con lujos que parecían dispuestos para contrastar absurdamente con la lastimera pobreza del otro lado de la ciudad. No le gustó ni el frio constante, ni la congestión del tráfico, ni la manera de ser de su gente, siempre amable con las palabras pero agresiva en el comportamiento. Pensó que, en cuanto fuera posible, se buscaría un nuevo destino menos denso y más acorde con su querida Asturias. Al día siguiente de su llegada ya había conseguido trabajo en la fábrica de zapatos de don Hermenegildo Álvarez, asturiano de Ribadesella que lo empleó como ordenanza. Sin embargo, debido a su disposición y ánimo, muy pronto don Hermenegildo lo pasó a ayudante de máquinas cortadoras, luego a oficial de máquinas cortadoras, después a aprendiz de capelladas, y así, en dos años de trabajo ya había aprendido casi todo el oficio y era uno de los obreros preferidos del Señor Álvarez quien un día, sin más lo invitó a comer “les fabes” el domingo a su casa. Ese día, con la sidra y el coñac tomados, Manolo se sintió con los bríos para contarle a don Hermenegildo sus ilusiones y sus penas; su falta de gusto por la ciudad y sus ganas de encontrar un lugar mejor en el que vivir, trabajar y poder traer a su madre y hermana que aún estaban en España. Casi como si fuese un milagro, don Hermenegildo le soltó que hace un par de años, él y su hermano Aurelio habían iniciado una fábrica de zapatos en Cali Colombia, en Sudamérica y que, puesto que, por no haber no había buenos maestros zapateros en esa ciudad, les era indispensable encontrar uno que les ayudara. Aclaró don Hermenegildo que no llegaba a considerar a Manolo un maestro zapatero, pero si con la suficiente habilidad para suplir el cargo y, si estaba de acuerdo, eso de irse a otro lado, estaba hecho. Le habló de Colombia y de Cali donde no había muchos paisanos pero, en compensación su gente era más amable y dispuesta a entenderse con ellos y con una especial simpatía por los españoles y a quienes no se les ocurriría ni por broma llamarles “cachupines” como si lo hacían estos “jodidos chilangos”.
Fue decir y hacer, pues solo dos semanas después de esta conversación, Manolo llegaba a Cali, Colombia, para empezar a trabajar como Jefe de la pequeña planta de producción de zapatos que regentaba don Aurelio Álvarez. Cuánto empeño puso en su trabajo, cuánta ilusión le hacía ver la fábrica crecer como crecía. Cuánta alegría le producía vivir en esta ciudad tan cálida en la que la gente respetaba su trabajo y su orden y le daba un trato especial, casi mejor que el que se daban entre sí, solo por el hecho de ser español. A veces pensaba que era verdad que había llegado a “la Sucursal del Cielo” como llamaban de forma rimbombante los caleños a su ciudad. Todo funcionaba para Manolo, el trabajo, el dinero, las amistades y hasta el amor. Muy pronto conoció a Susana Zaldúa, hija de un vasco emigrado hace años, con la que entabló relaciones serias que acabarían en matrimonio. Dos años tardó en tener lo suficiente para traer a su madre Sagrario y a su hermana Begoña, y ocho más en tener la experiencia suficiente y los ahorros bastantes para iniciar, con la aprobación y apoyo de los hermanos Álvarez, su propia pequeña fábrica de zapatos a la que bautizó, cómo no, Calzado Vallina. De allí en adelante, según eran los recuerdos de Manolo, fue una casi ininterrumpida cadena de éxitos y alegrías con algunas pocas penas. Las alegrías fueron muchas y muy grandes como el crecimiento de la empresa, la creación de una pequeña cadena de tiendas propias, el matrimonio de Begoña con un ingeniero canadiense que vino a trabajar con una empresa de aluminios con quien luego marchó a vivir a Inglaterra, la compra de la finca campestre en Corinto, pequeño pueblito cercano a Cali, donde en diciembre hacían la matanza y celebraban con chorizos y buen tocino con los amigos. Pero la alegría más grande fue cuando llegó por fin al hogar el único hijo después que llegaron a creer con Susana que no podrían tener descendencia. Como Isidoro bautizaron al guaje en honor y recuerdo del padre de Sagrario. El chaval, además de buen estudiante y hombre alegre, salió como el padre, buen trabajador. Si Manolo había logrado con su tesón, habilidad y trato respetuoso y justo para sus trabajadores hacer de Calzado Vallina una empresa en la que todos querían trabajar, Isidoro, cuando empezó a administrarla, conservando todo lo bueno, la había mejorado con nuevas tecnologías, mejores sistemas productivos y capacitación constante para sus trabajadores.
Las penas, aunque pocas habían sido enormes. La primera, la muerte de Sagrario de una embolia en una clínica de la ciudad. A pesar de sus 84 años, Sagrario gozaba de buena salud y mejor ánimo por lo que nadie esperaba que muriera así, de repente. El dolor fue grande pero, casi podía considerarse soportable comparado con el que les trajo la tragedia que empezó la mañana en que Isidoro, yendo hacia la finca de Corinto, fue secuestrado por los guerrilleros de las FARC. Esa misma tarde llamaron por teléfono al móvil de Manolo para hacerle oír a Isidoro quien le informó que lo habían secuestrado pero que estaba físicamente bien y le pidió que por favor intentase llegar a un acuerdo con sus captores para salvar la vida. Los secuestradores le dijeron que si informaba a las autoridades, asesinarían de inmediato a Isidoro y le aseguraron que, tanto el teléfono de la casa como los de la empresa y también los móviles de él y de Susana su esposa, estaban intervenidos pues ellos contaban con colaboradores en las Empresas Públicas de Cali y en el DAS de tal manera que podrían darse cuenta de inmediato de cualquier “mala jugada” que intentara. Manolo y Susana decidieron callar y negociar para salvar a su hijo por quien estaban dispuestos a lo que hiciera falta. Dos días después llamaron para fijar la cifra que debían pagar por la libertad de Isidoro. No quisieron ni siquiera oír que era demasiado dinero argumentando escuetamente que era pagar esa cifra o perder su hijo la vida. Eso sí, se hacían cargo que la cifra no podría estar lista en pocos días, así que, enviarían a su casa una enfermera de sus “filas” que actuaría como monitora para que se cumplan todas las promesas que don Manolo hacía. Puesto que no debía volver a trabajar a su fábrica, era prudente hacer saber que doña Susana estaba enferma y que la enfermera y él se ocuparían de su salud. Recalcaron la seguridad de la muerte de su hijo en caso de cualquier movimiento o intento “sospechoso”. La enfermera debía ser hospedada en la casa y supervisaría que diariamente se hagan los retiros, ventas o préstamos necesarios para que, en un plazo de 15 días se tenga la cantidad pedida como rescate. Efectivamente, al día siguiente llegó una señora que se identificó como Mayerling Blandón con indumentaria de enfermera y con una maleta grande; dijo ser la enviada de las FARC, pidió ver su alojamiento y le comunicó a don Manolo las condiciones y plazos en que se debían cumplir las órdenes de la “organización”. Manolo noto que no se expresaba con el énfasis de una guerrillera convencida y empezó a pensar la forma de sonsacarle información. Seguía la rutina diaria establecida desde el secuestro de Isidoro, es decir, salir de casa, ir a los bancos a retirar dinero de préstamos, retirar los dineros producto de las ventas de algunas propiedades, convertir a efectivo los dineros que había invertido en acciones de bolsa y llevar cada vez esas sumas para contarlas con Mayerling, sumar para saber cuánto se aproximaban a la cifra pactada y, algunas veces, con el previa autorización de ella quien esperaba primero ser llamada por su móvil por su jefe para que este valide la autorización, pasar brevemente por la fábrica y alguna de las sucursales de sus negocios para enterarse de la marcha de estos.
Uno de esos días en que el “vocero de la organización” llamó a Manolo para urgirlo por el pago, éste aprovechando que Mayerlig estaba presente durante todas sus conversaciones, dejo abierto en su móvil el dispositivo que permitía que se oiga lo que decía la persona del otro lado de la línea. Por esos tiempos, esos dispositivos no eran nada frecuentes en los aparatos móviles y él lo había adquirido a un precio elevado. Puso en marcha un plan que había fraguado y tiró de la lengua del guerrillero diciéndole que él temía que, puesto que Mayerling debía tener algún antecedente judicial, las autoridades podían estar siguiéndola y podían capturarla. Le enfatizó que a él le preocupaba si eso llegase a pasar porque ellos podrían pensar que fue él quien la denunció y podrían matar a su hijo. El hombre respondió con una risa de cinismo y tranquilidad agregando que no debía preocuparse puesto que Mayerling no tenía ningún elemento ni documento que pudiesen identificarla como miembro de las FARC y que, en caso de que la detuviesen las autoridades, ante el riesgo de que se vaya de la lengua, ellos actuarían de inmediato haciendo que alguno de sus contactos que tenían en todas partes la silencie “definitivamente” el mismo día de su detención. Manolo le preguntó si Mayerling sabía esto y el hombre respondió que no era necesario y que, para ellos, “la seguridad de la organización estaba por encima de la vida de una sola persona”. Después de rogar por alguna comunicación con Isidoro, recibir la misma dura negativa de siempre y prometer tener el dinero lo más pronto posible, cerró la comunicación y se quedó mirando en silencio a Mayerling quien, también en silencio, parecía cavilar con la mirada baja. Finalmente, ella levantó la cara y Manolo pudo ver sus ojos llenos de lágrimas. En circunstancias normales, habría respetado el momento por el que pasaba Mayerling pero, las actuales en las que estaba en juego la vida de su hijo ameritaban cualquier estrategia por dura que pareciese. Así que atacó a fondo intentando aprovechar el momento de debilidad de la enfermera. Con el mejor tono de consideración le preguntó cómo podía colaborar con esa gente que no respetaba ni la libertad, ni los bienes, ni la tranquilidad y ni siquiera la vida de nadie incluida la de ella. Por qué no decidía ayudarle a él para que por lo menos estos asesinos le dejasen hablar con su hijo para saber que estaba bien. Le recordó ya con tono enfático lo que ella había visto en su casa en la que solo había dedicación al trabajo, consideración para los trabajadores, dadivosidad con los pobres, ayuda desinteresada para todo el que se acercaba a ellos, todo, menos eso de lo que le acusaban los guerrilleros cuando la hablaban por teléfono, de rico avaro, explotador de los trabajadores, discriminador, y aprovechador de los pobres colombianos. Mayerling contestó lentamente, como escogiendo las palabras. Le confirmó que era verdad que ella había podido comprobar que don Manolo y su familia eran unas muy buenas personas y que si pudiese, haría lo que fuese necesario pero que no le era posible. Luego le soltó una historia que a don Manolo lo dejó de piedra: “Mire don Manolo, le dijo, estos desgraciados son una banda de criminales depravados a los que solo les interesa el dinero. No es verdad que sean una guerrilla con un ideal político ni que quieran conseguir un cambio en las políticas sociales del país ni favorecer a los pobres. Quizá eso fue verdad hace muchos años pero, hoy eso se ha perdido porque saben que nunca van a lograr nada ni les interesa. Hoy son solo cultivadores, procesadores y traficantes de cocaína; secuestradores y asesinos de todo aquel que tenga dinero o amenace su organización criminal. Los grandes jefes son protegidos por gente de su confianza a quien le dan parte importante de sus inmensas y criminales ganancias para mantenerlos a su lado y en lealtad convirtiéndolos en millonarios; de ahí para abajo, los jefes de frente, reciben también una buena participación por mantener transitables los corredores para el tráfico. Reciben armas y suministros resultantes del canje por cocaína con los traficantes y, para que puedan conseguir sus propios recursos, han recibido de sus jefes el visto bueno para secuestrar y lucrarse de ese feroz delito puesto que ellos, los jefes, tienen suficiente y más con el tráfico de drogas. Estos, los jefes de frente, tienen también su “cinturón de seguridad” conformado por los más sanguinarios a quienes les comparten sus ganancias con el mismo propósito que tienen sus jefes, de mantenerlos en lealtad. Los guerrilleros rasos, hombres y mujeres, son en general unos pobres muchachos que han llegado a la guerrilla por un sueldo de miseria o han sido reclutados a la fuerza, quienes permanecen expuestos a todo, desde el hambre y el frio, hasta la violación por parte de los “jefazos” quienes, para evitar su deserción o fuga, los mantienen en un régimen de terror absoluto. Al menor incidente que a juicio de uno de sus desalmados jefes sea considerado intento de fuga, deserción, falta de “fervor revolucionario” o lo que sea, son esos mismos chacales quienes obligan a sus propios compañeros a fusilarlos a la vista de todos para mantener el terror y la obediencia. Igual los amenazan y cumplen sus amenazas de asesinar a sus familiares más queridos si se discrepa o se desobedecen las órdenes. Yo misma fui secuestrada junto a mis dos hijos de 13 y 15 años en el ataque que la banda hizo hace tres años al Alto Naya donde ejercía como enfermera. Me separaron de ellos y a mí me obligaron a servir como enfermera de la guerrilla bajo la amenaza de asesinar a mis hijos si no lo hacía o si desobedecía cualquiera de sus órdenes. Me dejaron verlos hace como dos años; los encontré, aunque cariñosos, muy cambiados por el miedo o por adoctrinamiento. Le supliqué al jefe de cuadrilla para que me dejase permanecer al lado de ellos pero, como siempre hacen, se negó en redondo recordándome, eso sí, que la vida de ellos, dependía de mi comportamiento como la mía de la lealtad de ellos. Así que, aquí estoy don Manolo, sirviendo de enlace para este criminal trabajo porque, de no hacerlo, mis hijos mueren. Fíjese usted, don Manolo, usted y yo no tenemos escapatoria, o hacemos lo que ellos nos piden o perdemos lo que más amamos en nuestras vidas. Esto es lo que hacen estos “salvadores del pueblo”, estos cobardes armados, pues solo un cobarde es capaz de quitarle a alguien lo suyo amparado en el poder de intimidación de las armas. Es solo de cobardes mentirle a todo el mundo sobre sus verdaderas motivaciones y ampararse en la infame mentira de que luchan por el pueblo. El pueblo, usted lo sabe don Manolo, no necesita de criminales para salvarse; el pueblo tiene sus propias manos para salvarse con su trabajo y, si bien es cierto que en Colombia hay inequidad social, también es verdad que eso se mejora con el trabajo político persistente de los gremios obreros como se ha logrado en el mundo desarrollado y no con los crímenes de estos sicópatas que, además, solo luchan por su propio beneficio despreciable y cobarde. Al menos los delincuentes comunes cometen sus fechorías como fechorías y no andan escondidos tras la máscara de la lucha política. En eso, los delincuentes comunes, por tener el valor de no esconder sus fines, son mejores que estas hienas quienes con el dinero que les llega a raudales por el narcotráfico y los secuestros, compran periodistas corruptos que los publicitan en el mundo, políticos aberrados mentales que los apoyan y hasta de algunos europeos quienes en medio de una candidez que a veces luce culpable y otras produce nausea, actúan como sus valedores en el mundo. Yo pienso que quienes les apoyan por maldad o por estupidez son iguales a ellos de malos porque la bondad procede de la inteligencia. Solo los inteligentes pueden distinguir con relativa claridad el bien del mal y es de ahí de donde se desprende que, como se dice popularmente, no hay estúpido bueno. Es por eso que los malos siempre están en mayoría porque, desafortunadamente, hay en el mundo de hoy mayoría de tontos”.
Pasaron varios días más hasta que Manolo pudo completar la cifra pedida, empacaron los billetes en la maleta de Mayerling y ella, después de recibir una llamada de alguno de los guerrilleros, salió de la casa llevando el dinero. Manolo y Susana la vieron desde el balcón de la casa caminar hasta casi la esquina donde un hombre que conducía un todoterreno blanco se aparcó a su lado, la saludó como a una vieja conocida, se bajó, le ayudó a subir la maleta, le abrió la puerta para que pueda ella subir y continuaron la marcha sin prisas, a velocidad normal. Se quedaron los dos con el credo en la boca esperando la llamada que les anunciaría que Isidoro estaba libre pero el móvil no sonaba. Al día siguiente, viendo el diario, Manolo estuvo a punto de un síncope al ver una noticia ilustrada con una foto en la que informaban que una desconocida fue hallada muerta la anterior tarde en las afueras de la ciudad. Manolo y Susana no les cupo ninguna duda al ver la foto que era Mayerling. No sabían lo que hacer pero, después de deliberar y tranquilizarse hasta donde pudieron, decidieron esperar por alguna llamada de los guerrilleros.
Pasaron otros tres días sin que se sepa nada. Solo al cuarto día sonó el móvil de Manolo y él, con el corazón desbocado contestó. Era un hombre distinto al que siempre le llamó. Lo saludó sin cortesía y le soltó sin preámbulos que habían tenido que “ajusticiar” a Mayerling “por actitudes poco revolucionarias” y que, puesto que él había contribuido en ello, ahora, si quería volver a ver a su hijo, debía volver a pagar una cifra igual a la que ya había pagado. No valían ni súplicas ni argumentos pues sabían con certeza que tenía con qué hacerlo. Le daban un plazo perentorio y único de tres días. Manolo, sin ánimo suficiente y casi ya sin capacidad de razonamiento, salió pitando hacia la oficina del dueño de su competencia que hacía unos meses le había ofrecido comprarle su empresa. Negoció con la prisa del desesperado, malvendió el fruto del trabajo de toda su vida y en dos días hicieron todos los trámites necesarios. Ya con el dinero listo, recibió la llamada del “vocero”, hizo la transferencia desde su banco a una cuenta cifrada en el extranjero y esperó de nuevo con la esperanza de que por fin, después de haberles entregado a los secuestradores prácticamente todo lo que tenía iba a ver otra vez a su hijo.
Puesto que los movimientos bancarios que hizo Manolo resultaron sospechosos, la policía vino a su casa a investigarlo. Como no tuvo argumentos claros para justificarlos, después de largos pero cordiales interrogatorios se vio en la obligación de contarles lo que había ocurrido. Lo recriminaron casi con dureza por no haber acudido a ellos a tiempo e informaron de inmediato al GAULA y al ejército. Casi de inmediato hubo movilización de tropas al sector donde se presumía que hubiese podido ocurrir el secuestro. Muy rápidamente, algunos vecinos del lugar protegidos por las tropas, informaron que hacía unos veinticinco días habían visto movimientos sospechosos de gente uniformada que se había adentrado en una de las fincas cercanas. Llegaron allá y, en la casa abandonada, en el patio trasero, casi a flor de tierra hallaron el cadáver de Isidoro. Los legistas dijeron que había sido asesinado el mismo día del secuestro. Manolo dedujo que lo obligaron a hablar por el teléfono y luego lo asesinaron.
Para Manolo y Susana, ahora, estas tierras que antes les parecían el paraíso se habían convertido en un infierno que solo les evocaba la vida de Isidoro, los días de indecible angustia, la casi total ruina y la desconfianza en la gente que se les acercaba. Decidieron que lo mejor era regresar a España para intentar restañar un poco esta brutal herida. Llamaron a Gaspar Hevia quien vivía en el piso que ellos habían comprado en el barrio El Molinón de Gijón para pedirle que se lo deje libre en cuanto pueda porque necesitaban volver a vivir a España. Gaspar comprendió la urgencia y dejó libre el piso casi de inmediato. Los Vallina vendieron a precio de urgencia su casa y la finca de Corinto y con el dinero regresaron a Gijón.
Desde hace un par de meses viven en El Molinón. Susana recibe apoyo y tratamiento siquiátrico porque no logra superar su infinita pena; olvida alimentarse y con frecuencia se le oye hablar con Isidoro como si estuviese él presente. Manolo intenta con su habitual carácter recio integrarse un poco a la vida pero no sabe lo que hacer en esta ciudad que aunque seguía siendo tan suya, la encontraba ahora después de tantos años como una ciudad extraña, en la que ya nadie lo conocía y en la que sus propios paisanos lo consideraban un extranjero. Cuando llega el terapeuta a tratar a Susana, él sale a caminar y algunas veces a tomar café en el bar Antuña en la esquina de Emilio Tuya con Menéndez y Pelayo. Fue ahí donde hoy en la mañana al hojear el periódico La Nueva España vio con asombro, dolor y rabia una foto de varios jóvenes asturianos que, según ellos, en representación del Principado, viajaban a Colombia para dar apoyo a la “justa lucha de la guerrilla colombiana”. Recordó Manolo las palabras de Mayerling acerca de que la bondad procede de la inteligencia porque solo los inteligentes pueden distinguir entre el bien y el mal. Según ese irrefutable razonamiento, estos jóvenes eran malos por estupidez pero, malos al fin. Pensó Manolo: “¿Será que esta gente que nunca parece usar su raciocinio necesita sentir en carne propia la maldad de esos buitres, o será simple bellaquería?. Mira por donde resultó cierta la coplilla y al fin, acabaremos siempre molidos a palos porque los malos a secas o los malos por falta de sal en la mollera serán en todos los tiempos mayoría”.
Que Dios ayuda a los malos
Cuando son más que los buenos”
Coplilla anónima
Una historia sobre la maldad disfrazada de heroismo.
Cuando Manuel Vallina salió de su casa en Tremañes aquel 3 de febrero del 1.954 a las 5 de la madrugada, el frio húmedo del invierno asturiano calaba los huesos. Recién cumplida la mili, Manolo con sus 20 años apenas estrenados había decidido marchar a “hacer las Américas”. En La Coruña, donde hizo el servicio militar, oyó de sus compañeros que, de ese puerto y de El Musel en Gijón, salían barcos hacia Veracruz, México, que solían llevar emigrantes “por cinco rubias”. Desde el momento en que alguno de sus compañeros se lo dijo, él vio en retrospectiva su vida y pensó que nada tenía para perder. Primero se increpó a sí mismo porque, viviendo tan cerca del puerto de El Musel, no haberse enterado nunca de su posibilidad de marcharse era poco menos que ñoñez. Luego pensó en qué harían su madre Sagrario y su hermana menor Begoña sin él. Muy pronto se tranquilizó al rememorar que, viéndolo bien, no era mucho lo que les aportaba aparte de compañía. No fue fácil convencer a la madre pero, finalmente lo logró contándole que muchos de los hermanos mayores de sus compañeros de cuartel ya estaban en México y que, algunos de ellos ya habían podido llevar a sus padres y hasta a sus hermanos porque en ese país había una inmensa colonia de españoles, especialmente asturianos, muchos de los cuales habían logrado iniciar empresas exitosas que ofrecían oportunidades de trabajo para los paisanos.
Irse de casa no significaba una merma en las ayudas porque era la madre quien mantenía el hogar con el fruto de su trabajo como asistenta externa en un par de casas del barrio La Arena. Begoña estudiaba aun en el instituto y él, conseguía algunas veces cangrejos en el rio Piles y alguna que otra carpa para variar la dieta de alubias o garbanzos pero, ese aporte no se echaría demasiado en falta.
Desde que su padre dejó de trabajar y luego de que murió, la situación había sido siempre de dificultades. El padre, al morir no había podido dejar nada. Cuando surgió, siendo él aun muy joven, la complicación de la silicosis adquirida en su trabajo como picador en la mina de La Camocha, los hospitales del estado prácticamente le negaron toda atención condenándolo a una casi total invalidez y a una muerte prematura sin una pensión para su mujer ni sus huérfanos. Por esos tiempos, haber sido rojo era un sambenito que condenaba a esas y aun peores consecuencias.
Sagrario sacó de debajo de su cama la vieja espuerta de cuero atada con correas que guardaba para los supuestos viajes que nunca llegaron. La noche anterior a la partida de Manolo, puso en su interior las tres mudas de ropa, un par de botas recias que habían sido del padre y la cerró poniéndola junto a la puerta. A la hora de partir Manolo, ella, aguantando las lágrimas y sin un rictus de pena en ese noble rostro que a fuerza de pastorear dolores se había tornado de piedra, lo besó en la frente, en ambas mejillas, lo abrazó contra su pecho, le dio mil bendiciones y le aseguró que esperaría confiada sus noticias para viajar con Begoña a continuar sus nuevas vidas en esas tierras de Dios. Lo vio desde la puerta despedirse con el brazo levantado y luego, apretando los dientes y como si todo continuase igual inició los oficios de su casa para dejarla digna antes de salir también caminando hacia La Arena a trabajar como todos los días.
La dichosa espuerta pesaba más de lo que contenía y Manolo tenía que parar cada dos calles para recuperar aliento. Llegar hasta El Musel caminando llevaba tiempo y con semejante peso a cuestas se prolongaría aun más. Por suerte había decidido salir con suficiente anticipación para no llegar a tener dificultades. Tenía todos los documentos en regla y esperaba poder abordar sin contratiempos. Sin embargo, nunca sobraban las precauciones por lo que, aunque el barco zarparía a las 12 del medio día, él quería estar mucho antes de la hora.
Al llegar a Veracruz, aunque aún faltaba mucho para que empezase a despuntar la primavera, se asombró del calor que se sentía. Solo pasado un tiempo llegó a razonar que se encontraba en el trópico y que la temperatura sería casi siempre la misma en todas las épocas del año. Ayudado por algunos compañeros de viaje tomó un autobús hacia Ciudad de México donde al llegar volvió a sorprenderse por el frio que se sentía en este monstruo de ciudad.
Ciudad de México era grande, muy grande. La ciudad más grande que vio antes fue Bilbao, a donde lo llevaron siendo soldado a recibir entrenamiento como tanquista, pero esta era lo menos diez veces mayor. Y además de grande era una ciudad extraña, con unos inmensos barrios de chabolas donde la pobreza había borrado la dignidad, un centro también gigantesco en el que se veía, junto con el afán por parecer francés a veces y otras americano, un cierto esfuerzo por conseguir una identidad propia que no se lograba. Junto con esa extraña manera de irse formando, se veían también los increíbles barrios de los ricos mexicanos con sus entradas palaciegas, con caminos bordeados de palmeras, con garitas para vigilantes, con aparcaderos para varios coches y con lujos que parecían dispuestos para contrastar absurdamente con la lastimera pobreza del otro lado de la ciudad. No le gustó ni el frio constante, ni la congestión del tráfico, ni la manera de ser de su gente, siempre amable con las palabras pero agresiva en el comportamiento. Pensó que, en cuanto fuera posible, se buscaría un nuevo destino menos denso y más acorde con su querida Asturias. Al día siguiente de su llegada ya había conseguido trabajo en la fábrica de zapatos de don Hermenegildo Álvarez, asturiano de Ribadesella que lo empleó como ordenanza. Sin embargo, debido a su disposición y ánimo, muy pronto don Hermenegildo lo pasó a ayudante de máquinas cortadoras, luego a oficial de máquinas cortadoras, después a aprendiz de capelladas, y así, en dos años de trabajo ya había aprendido casi todo el oficio y era uno de los obreros preferidos del Señor Álvarez quien un día, sin más lo invitó a comer “les fabes” el domingo a su casa. Ese día, con la sidra y el coñac tomados, Manolo se sintió con los bríos para contarle a don Hermenegildo sus ilusiones y sus penas; su falta de gusto por la ciudad y sus ganas de encontrar un lugar mejor en el que vivir, trabajar y poder traer a su madre y hermana que aún estaban en España. Casi como si fuese un milagro, don Hermenegildo le soltó que hace un par de años, él y su hermano Aurelio habían iniciado una fábrica de zapatos en Cali Colombia, en Sudamérica y que, puesto que, por no haber no había buenos maestros zapateros en esa ciudad, les era indispensable encontrar uno que les ayudara. Aclaró don Hermenegildo que no llegaba a considerar a Manolo un maestro zapatero, pero si con la suficiente habilidad para suplir el cargo y, si estaba de acuerdo, eso de irse a otro lado, estaba hecho. Le habló de Colombia y de Cali donde no había muchos paisanos pero, en compensación su gente era más amable y dispuesta a entenderse con ellos y con una especial simpatía por los españoles y a quienes no se les ocurriría ni por broma llamarles “cachupines” como si lo hacían estos “jodidos chilangos”.
Fue decir y hacer, pues solo dos semanas después de esta conversación, Manolo llegaba a Cali, Colombia, para empezar a trabajar como Jefe de la pequeña planta de producción de zapatos que regentaba don Aurelio Álvarez. Cuánto empeño puso en su trabajo, cuánta ilusión le hacía ver la fábrica crecer como crecía. Cuánta alegría le producía vivir en esta ciudad tan cálida en la que la gente respetaba su trabajo y su orden y le daba un trato especial, casi mejor que el que se daban entre sí, solo por el hecho de ser español. A veces pensaba que era verdad que había llegado a “la Sucursal del Cielo” como llamaban de forma rimbombante los caleños a su ciudad. Todo funcionaba para Manolo, el trabajo, el dinero, las amistades y hasta el amor. Muy pronto conoció a Susana Zaldúa, hija de un vasco emigrado hace años, con la que entabló relaciones serias que acabarían en matrimonio. Dos años tardó en tener lo suficiente para traer a su madre Sagrario y a su hermana Begoña, y ocho más en tener la experiencia suficiente y los ahorros bastantes para iniciar, con la aprobación y apoyo de los hermanos Álvarez, su propia pequeña fábrica de zapatos a la que bautizó, cómo no, Calzado Vallina. De allí en adelante, según eran los recuerdos de Manolo, fue una casi ininterrumpida cadena de éxitos y alegrías con algunas pocas penas. Las alegrías fueron muchas y muy grandes como el crecimiento de la empresa, la creación de una pequeña cadena de tiendas propias, el matrimonio de Begoña con un ingeniero canadiense que vino a trabajar con una empresa de aluminios con quien luego marchó a vivir a Inglaterra, la compra de la finca campestre en Corinto, pequeño pueblito cercano a Cali, donde en diciembre hacían la matanza y celebraban con chorizos y buen tocino con los amigos. Pero la alegría más grande fue cuando llegó por fin al hogar el único hijo después que llegaron a creer con Susana que no podrían tener descendencia. Como Isidoro bautizaron al guaje en honor y recuerdo del padre de Sagrario. El chaval, además de buen estudiante y hombre alegre, salió como el padre, buen trabajador. Si Manolo había logrado con su tesón, habilidad y trato respetuoso y justo para sus trabajadores hacer de Calzado Vallina una empresa en la que todos querían trabajar, Isidoro, cuando empezó a administrarla, conservando todo lo bueno, la había mejorado con nuevas tecnologías, mejores sistemas productivos y capacitación constante para sus trabajadores.
Las penas, aunque pocas habían sido enormes. La primera, la muerte de Sagrario de una embolia en una clínica de la ciudad. A pesar de sus 84 años, Sagrario gozaba de buena salud y mejor ánimo por lo que nadie esperaba que muriera así, de repente. El dolor fue grande pero, casi podía considerarse soportable comparado con el que les trajo la tragedia que empezó la mañana en que Isidoro, yendo hacia la finca de Corinto, fue secuestrado por los guerrilleros de las FARC. Esa misma tarde llamaron por teléfono al móvil de Manolo para hacerle oír a Isidoro quien le informó que lo habían secuestrado pero que estaba físicamente bien y le pidió que por favor intentase llegar a un acuerdo con sus captores para salvar la vida. Los secuestradores le dijeron que si informaba a las autoridades, asesinarían de inmediato a Isidoro y le aseguraron que, tanto el teléfono de la casa como los de la empresa y también los móviles de él y de Susana su esposa, estaban intervenidos pues ellos contaban con colaboradores en las Empresas Públicas de Cali y en el DAS de tal manera que podrían darse cuenta de inmediato de cualquier “mala jugada” que intentara. Manolo y Susana decidieron callar y negociar para salvar a su hijo por quien estaban dispuestos a lo que hiciera falta. Dos días después llamaron para fijar la cifra que debían pagar por la libertad de Isidoro. No quisieron ni siquiera oír que era demasiado dinero argumentando escuetamente que era pagar esa cifra o perder su hijo la vida. Eso sí, se hacían cargo que la cifra no podría estar lista en pocos días, así que, enviarían a su casa una enfermera de sus “filas” que actuaría como monitora para que se cumplan todas las promesas que don Manolo hacía. Puesto que no debía volver a trabajar a su fábrica, era prudente hacer saber que doña Susana estaba enferma y que la enfermera y él se ocuparían de su salud. Recalcaron la seguridad de la muerte de su hijo en caso de cualquier movimiento o intento “sospechoso”. La enfermera debía ser hospedada en la casa y supervisaría que diariamente se hagan los retiros, ventas o préstamos necesarios para que, en un plazo de 15 días se tenga la cantidad pedida como rescate. Efectivamente, al día siguiente llegó una señora que se identificó como Mayerling Blandón con indumentaria de enfermera y con una maleta grande; dijo ser la enviada de las FARC, pidió ver su alojamiento y le comunicó a don Manolo las condiciones y plazos en que se debían cumplir las órdenes de la “organización”. Manolo noto que no se expresaba con el énfasis de una guerrillera convencida y empezó a pensar la forma de sonsacarle información. Seguía la rutina diaria establecida desde el secuestro de Isidoro, es decir, salir de casa, ir a los bancos a retirar dinero de préstamos, retirar los dineros producto de las ventas de algunas propiedades, convertir a efectivo los dineros que había invertido en acciones de bolsa y llevar cada vez esas sumas para contarlas con Mayerling, sumar para saber cuánto se aproximaban a la cifra pactada y, algunas veces, con el previa autorización de ella quien esperaba primero ser llamada por su móvil por su jefe para que este valide la autorización, pasar brevemente por la fábrica y alguna de las sucursales de sus negocios para enterarse de la marcha de estos.
Uno de esos días en que el “vocero de la organización” llamó a Manolo para urgirlo por el pago, éste aprovechando que Mayerlig estaba presente durante todas sus conversaciones, dejo abierto en su móvil el dispositivo que permitía que se oiga lo que decía la persona del otro lado de la línea. Por esos tiempos, esos dispositivos no eran nada frecuentes en los aparatos móviles y él lo había adquirido a un precio elevado. Puso en marcha un plan que había fraguado y tiró de la lengua del guerrillero diciéndole que él temía que, puesto que Mayerling debía tener algún antecedente judicial, las autoridades podían estar siguiéndola y podían capturarla. Le enfatizó que a él le preocupaba si eso llegase a pasar porque ellos podrían pensar que fue él quien la denunció y podrían matar a su hijo. El hombre respondió con una risa de cinismo y tranquilidad agregando que no debía preocuparse puesto que Mayerling no tenía ningún elemento ni documento que pudiesen identificarla como miembro de las FARC y que, en caso de que la detuviesen las autoridades, ante el riesgo de que se vaya de la lengua, ellos actuarían de inmediato haciendo que alguno de sus contactos que tenían en todas partes la silencie “definitivamente” el mismo día de su detención. Manolo le preguntó si Mayerling sabía esto y el hombre respondió que no era necesario y que, para ellos, “la seguridad de la organización estaba por encima de la vida de una sola persona”. Después de rogar por alguna comunicación con Isidoro, recibir la misma dura negativa de siempre y prometer tener el dinero lo más pronto posible, cerró la comunicación y se quedó mirando en silencio a Mayerling quien, también en silencio, parecía cavilar con la mirada baja. Finalmente, ella levantó la cara y Manolo pudo ver sus ojos llenos de lágrimas. En circunstancias normales, habría respetado el momento por el que pasaba Mayerling pero, las actuales en las que estaba en juego la vida de su hijo ameritaban cualquier estrategia por dura que pareciese. Así que atacó a fondo intentando aprovechar el momento de debilidad de la enfermera. Con el mejor tono de consideración le preguntó cómo podía colaborar con esa gente que no respetaba ni la libertad, ni los bienes, ni la tranquilidad y ni siquiera la vida de nadie incluida la de ella. Por qué no decidía ayudarle a él para que por lo menos estos asesinos le dejasen hablar con su hijo para saber que estaba bien. Le recordó ya con tono enfático lo que ella había visto en su casa en la que solo había dedicación al trabajo, consideración para los trabajadores, dadivosidad con los pobres, ayuda desinteresada para todo el que se acercaba a ellos, todo, menos eso de lo que le acusaban los guerrilleros cuando la hablaban por teléfono, de rico avaro, explotador de los trabajadores, discriminador, y aprovechador de los pobres colombianos. Mayerling contestó lentamente, como escogiendo las palabras. Le confirmó que era verdad que ella había podido comprobar que don Manolo y su familia eran unas muy buenas personas y que si pudiese, haría lo que fuese necesario pero que no le era posible. Luego le soltó una historia que a don Manolo lo dejó de piedra: “Mire don Manolo, le dijo, estos desgraciados son una banda de criminales depravados a los que solo les interesa el dinero. No es verdad que sean una guerrilla con un ideal político ni que quieran conseguir un cambio en las políticas sociales del país ni favorecer a los pobres. Quizá eso fue verdad hace muchos años pero, hoy eso se ha perdido porque saben que nunca van a lograr nada ni les interesa. Hoy son solo cultivadores, procesadores y traficantes de cocaína; secuestradores y asesinos de todo aquel que tenga dinero o amenace su organización criminal. Los grandes jefes son protegidos por gente de su confianza a quien le dan parte importante de sus inmensas y criminales ganancias para mantenerlos a su lado y en lealtad convirtiéndolos en millonarios; de ahí para abajo, los jefes de frente, reciben también una buena participación por mantener transitables los corredores para el tráfico. Reciben armas y suministros resultantes del canje por cocaína con los traficantes y, para que puedan conseguir sus propios recursos, han recibido de sus jefes el visto bueno para secuestrar y lucrarse de ese feroz delito puesto que ellos, los jefes, tienen suficiente y más con el tráfico de drogas. Estos, los jefes de frente, tienen también su “cinturón de seguridad” conformado por los más sanguinarios a quienes les comparten sus ganancias con el mismo propósito que tienen sus jefes, de mantenerlos en lealtad. Los guerrilleros rasos, hombres y mujeres, son en general unos pobres muchachos que han llegado a la guerrilla por un sueldo de miseria o han sido reclutados a la fuerza, quienes permanecen expuestos a todo, desde el hambre y el frio, hasta la violación por parte de los “jefazos” quienes, para evitar su deserción o fuga, los mantienen en un régimen de terror absoluto. Al menor incidente que a juicio de uno de sus desalmados jefes sea considerado intento de fuga, deserción, falta de “fervor revolucionario” o lo que sea, son esos mismos chacales quienes obligan a sus propios compañeros a fusilarlos a la vista de todos para mantener el terror y la obediencia. Igual los amenazan y cumplen sus amenazas de asesinar a sus familiares más queridos si se discrepa o se desobedecen las órdenes. Yo misma fui secuestrada junto a mis dos hijos de 13 y 15 años en el ataque que la banda hizo hace tres años al Alto Naya donde ejercía como enfermera. Me separaron de ellos y a mí me obligaron a servir como enfermera de la guerrilla bajo la amenaza de asesinar a mis hijos si no lo hacía o si desobedecía cualquiera de sus órdenes. Me dejaron verlos hace como dos años; los encontré, aunque cariñosos, muy cambiados por el miedo o por adoctrinamiento. Le supliqué al jefe de cuadrilla para que me dejase permanecer al lado de ellos pero, como siempre hacen, se negó en redondo recordándome, eso sí, que la vida de ellos, dependía de mi comportamiento como la mía de la lealtad de ellos. Así que, aquí estoy don Manolo, sirviendo de enlace para este criminal trabajo porque, de no hacerlo, mis hijos mueren. Fíjese usted, don Manolo, usted y yo no tenemos escapatoria, o hacemos lo que ellos nos piden o perdemos lo que más amamos en nuestras vidas. Esto es lo que hacen estos “salvadores del pueblo”, estos cobardes armados, pues solo un cobarde es capaz de quitarle a alguien lo suyo amparado en el poder de intimidación de las armas. Es solo de cobardes mentirle a todo el mundo sobre sus verdaderas motivaciones y ampararse en la infame mentira de que luchan por el pueblo. El pueblo, usted lo sabe don Manolo, no necesita de criminales para salvarse; el pueblo tiene sus propias manos para salvarse con su trabajo y, si bien es cierto que en Colombia hay inequidad social, también es verdad que eso se mejora con el trabajo político persistente de los gremios obreros como se ha logrado en el mundo desarrollado y no con los crímenes de estos sicópatas que, además, solo luchan por su propio beneficio despreciable y cobarde. Al menos los delincuentes comunes cometen sus fechorías como fechorías y no andan escondidos tras la máscara de la lucha política. En eso, los delincuentes comunes, por tener el valor de no esconder sus fines, son mejores que estas hienas quienes con el dinero que les llega a raudales por el narcotráfico y los secuestros, compran periodistas corruptos que los publicitan en el mundo, políticos aberrados mentales que los apoyan y hasta de algunos europeos quienes en medio de una candidez que a veces luce culpable y otras produce nausea, actúan como sus valedores en el mundo. Yo pienso que quienes les apoyan por maldad o por estupidez son iguales a ellos de malos porque la bondad procede de la inteligencia. Solo los inteligentes pueden distinguir con relativa claridad el bien del mal y es de ahí de donde se desprende que, como se dice popularmente, no hay estúpido bueno. Es por eso que los malos siempre están en mayoría porque, desafortunadamente, hay en el mundo de hoy mayoría de tontos”.
Pasaron varios días más hasta que Manolo pudo completar la cifra pedida, empacaron los billetes en la maleta de Mayerling y ella, después de recibir una llamada de alguno de los guerrilleros, salió de la casa llevando el dinero. Manolo y Susana la vieron desde el balcón de la casa caminar hasta casi la esquina donde un hombre que conducía un todoterreno blanco se aparcó a su lado, la saludó como a una vieja conocida, se bajó, le ayudó a subir la maleta, le abrió la puerta para que pueda ella subir y continuaron la marcha sin prisas, a velocidad normal. Se quedaron los dos con el credo en la boca esperando la llamada que les anunciaría que Isidoro estaba libre pero el móvil no sonaba. Al día siguiente, viendo el diario, Manolo estuvo a punto de un síncope al ver una noticia ilustrada con una foto en la que informaban que una desconocida fue hallada muerta la anterior tarde en las afueras de la ciudad. Manolo y Susana no les cupo ninguna duda al ver la foto que era Mayerling. No sabían lo que hacer pero, después de deliberar y tranquilizarse hasta donde pudieron, decidieron esperar por alguna llamada de los guerrilleros.
Pasaron otros tres días sin que se sepa nada. Solo al cuarto día sonó el móvil de Manolo y él, con el corazón desbocado contestó. Era un hombre distinto al que siempre le llamó. Lo saludó sin cortesía y le soltó sin preámbulos que habían tenido que “ajusticiar” a Mayerling “por actitudes poco revolucionarias” y que, puesto que él había contribuido en ello, ahora, si quería volver a ver a su hijo, debía volver a pagar una cifra igual a la que ya había pagado. No valían ni súplicas ni argumentos pues sabían con certeza que tenía con qué hacerlo. Le daban un plazo perentorio y único de tres días. Manolo, sin ánimo suficiente y casi ya sin capacidad de razonamiento, salió pitando hacia la oficina del dueño de su competencia que hacía unos meses le había ofrecido comprarle su empresa. Negoció con la prisa del desesperado, malvendió el fruto del trabajo de toda su vida y en dos días hicieron todos los trámites necesarios. Ya con el dinero listo, recibió la llamada del “vocero”, hizo la transferencia desde su banco a una cuenta cifrada en el extranjero y esperó de nuevo con la esperanza de que por fin, después de haberles entregado a los secuestradores prácticamente todo lo que tenía iba a ver otra vez a su hijo.
Puesto que los movimientos bancarios que hizo Manolo resultaron sospechosos, la policía vino a su casa a investigarlo. Como no tuvo argumentos claros para justificarlos, después de largos pero cordiales interrogatorios se vio en la obligación de contarles lo que había ocurrido. Lo recriminaron casi con dureza por no haber acudido a ellos a tiempo e informaron de inmediato al GAULA y al ejército. Casi de inmediato hubo movilización de tropas al sector donde se presumía que hubiese podido ocurrir el secuestro. Muy rápidamente, algunos vecinos del lugar protegidos por las tropas, informaron que hacía unos veinticinco días habían visto movimientos sospechosos de gente uniformada que se había adentrado en una de las fincas cercanas. Llegaron allá y, en la casa abandonada, en el patio trasero, casi a flor de tierra hallaron el cadáver de Isidoro. Los legistas dijeron que había sido asesinado el mismo día del secuestro. Manolo dedujo que lo obligaron a hablar por el teléfono y luego lo asesinaron.
Para Manolo y Susana, ahora, estas tierras que antes les parecían el paraíso se habían convertido en un infierno que solo les evocaba la vida de Isidoro, los días de indecible angustia, la casi total ruina y la desconfianza en la gente que se les acercaba. Decidieron que lo mejor era regresar a España para intentar restañar un poco esta brutal herida. Llamaron a Gaspar Hevia quien vivía en el piso que ellos habían comprado en el barrio El Molinón de Gijón para pedirle que se lo deje libre en cuanto pueda porque necesitaban volver a vivir a España. Gaspar comprendió la urgencia y dejó libre el piso casi de inmediato. Los Vallina vendieron a precio de urgencia su casa y la finca de Corinto y con el dinero regresaron a Gijón.
Desde hace un par de meses viven en El Molinón. Susana recibe apoyo y tratamiento siquiátrico porque no logra superar su infinita pena; olvida alimentarse y con frecuencia se le oye hablar con Isidoro como si estuviese él presente. Manolo intenta con su habitual carácter recio integrarse un poco a la vida pero no sabe lo que hacer en esta ciudad que aunque seguía siendo tan suya, la encontraba ahora después de tantos años como una ciudad extraña, en la que ya nadie lo conocía y en la que sus propios paisanos lo consideraban un extranjero. Cuando llega el terapeuta a tratar a Susana, él sale a caminar y algunas veces a tomar café en el bar Antuña en la esquina de Emilio Tuya con Menéndez y Pelayo. Fue ahí donde hoy en la mañana al hojear el periódico La Nueva España vio con asombro, dolor y rabia una foto de varios jóvenes asturianos que, según ellos, en representación del Principado, viajaban a Colombia para dar apoyo a la “justa lucha de la guerrilla colombiana”. Recordó Manolo las palabras de Mayerling acerca de que la bondad procede de la inteligencia porque solo los inteligentes pueden distinguir entre el bien y el mal. Según ese irrefutable razonamiento, estos jóvenes eran malos por estupidez pero, malos al fin. Pensó Manolo: “¿Será que esta gente que nunca parece usar su raciocinio necesita sentir en carne propia la maldad de esos buitres, o será simple bellaquería?. Mira por donde resultó cierta la coplilla y al fin, acabaremos siempre molidos a palos porque los malos a secas o los malos por falta de sal en la mollera serán en todos los tiempos mayoría”.
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